21 de julio de 2010

"Carolina y el DF (o el regreso a las raíces)-Parte III"(Columna El Guardián del diván-Diario El Columnista 21/07/10)

A Carolina, porque tu mano es mi Virgilio.
A Jano, Magui y Juan Carlos, por el cobijo y los recuerdos.

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Todo viaje tiene su rato para descansar y asimilar lo que éste ofrezca a los viajantes, más cuando es un viaje con finalidades renovadoras. El cobijo que Carolina y yo recibimos, fue otorgado por mi primo Alejandro, su esposa Magui y mi sobrino Juan Carlos. Mejor amparo no pudimos tener.
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Una vez terminado la presentación del libro más reciente de Pitol, que incluyó un coktail y la firma donde pudimos conversar con los amigos allí encontrados y tener un rato para intercambiar palabras con Sergio Pitol, acontecimiento al cual llegó tarde Renata –ex compañera de estudios en el Collhi y tierna amiga-, pero a tiempo para obtener la firma y la foto de Pitol. Los tres tomamos camino al Metro Patriotismo hasta Pantitlán, para luego transbordar y llegar a Misterios, donde nos estaría esperando Jano. Este viaje por las entrañas de la ciudad más grande del mundo, fue como los otros: intenso, abochornante, cansado y curioso; nuevamente era una pequeña muestra del ritmo distinto que ofrece esta otra ciudad sumergida por otra más impactante. Mientras, arriba, el movimiento era un poco constante para ser las 10:30 de la noche, abajo era casi escaso y muy lento.
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Alrededor de las once de la noche se dio el reencuentro con Jano, Magui y Juan Carlos, nos recibieron con particular alegría que uno podía sentirse como en casa. Por aquí nos instalamos y al poco tiempo estaba lista una sencilla, pero exquisita cena. Luego de una sobremesa donde intercambiamos impresiones de nuestro viaje, apareció un vino tinto, chileno, el cual vino acompañado de un diluvio de recuerdos. Recuerdos que vinieron a recordarme de dónde vengo y la historia que heredo. Relatos, recuentos, acontecimientos dignos de poder ser novelados. Recordar es volver a vivir, pero también es un renacer y un morir, es un viaje por las médulas de un pasado que en ocasiones es grato rememorar y otras veces sería mejor no acordarse de su existencia. Pero hasta el recuerdo más ingrato como el más doloroso, y desde luego el más alegre, sirven para definir el camino y entender el por qué y el cómo se dieron las cosas. Y en este contar y recontar, volvieron a vivir en las palabras de Jano y a veces en las mías: Salud, mi abuela, a quien sigo llevando en mí día a día y sigo sin poder responderme el por qué de su ausencia; Agustín, mi abuelo, a quien no pude conocer y me hubiera gustado porque estoy seguro que podría tener ricas tertulias a su lado; y José Alfredo, mi tío, el origen de mi nombre y de quien, aseguran mis tíos, heredé mucho de las inquietudes que ahora me mueven y me definen. Historias que volvieron a curar el alma y a darme fuerzas para continuar adelante, relatos que fueron un remanso de paz y amor en mi vida. Alguna vez Pedro Ángel Palou, cuando escribía una de sus novelas, recién publicada: “La profundidad de la piel”, pronunció que cuando uno cuenta un recuerdo, este no es puro, pues uno relata el recuerdo tal cómo lo rememora la última vez que lo contó. Espero que la próxima vez que estas historias vuelvan a mi vida, sean a través de una novela que algún día escribiré. Le debo algo a Salud y espero poder pagarla con mis letras que son lo único que tengo y me pertenece.
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La madrugada nos cubrió, el sueño también alzó la voz, el vino se acabó; momento idóneo para asistir a nuestra cita con Morfeo y dejar que las evocaciones encontrarán el cobijo debido, y que a partir de esa noche, quizá formen parte de la vida de Carolina.

14 de julio de 2010

"Carolina y el DF (o cómo se dio el reencuentro con Pitol)- Parte II"-(Columna "El Guardián del diván"-Diario “El Columnista”-14/07/10)

A Carolina, porque tus ojos son mi libertad.
A Sergio Pitol, por el honor de considerarme tu amigo.
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Terminado el recorrido por los cuartos, los retratos, las pinturas y los patios que conforman la Casa Azul y una vez adquiridos los recuerdos deseados, era momento para que nuestros pasos abandonaran aquella casa. Ahora había que dejar Coyoacán y acudir a nuestra próxima cita: la librería Rosario Castellanos del FCE, en La Condesa, donde se presentaría “Una biografía Soterrada” de Sergio Pitol (Almadía, 2010). Odisea que una vez más nos invitaba a sumergirnos en las entrañas de esta gran ciudad para movernos en Metro, profundidades de las que nadie quiere formar parte: de Coyoacán a Centro Médico y de este a Patriotismo, pasar en total 7 estaciones. Terminales que al ojo de cualquier transeúnte foráneo ofrecen una diversidad de estampas: desde el que va con cara de pocos amigos, pasando por las parejas que están a punto de usar dicho transporte como un motel móvil.
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Llegado al punto deseado, era cuestión de caminar unas cuantas cuadras y así llegar al segundo motivo de este viaje: el reencuentro con Sergio Pitol, que presentaría su más reciente libro, lo acompañarían Álvaro Enrigue y Juan Villoro. Camino a la librería, vendría la otra sorpresa: Ignacio Padilla sentado en un restaurante cercano a la librería. Nos dimos el abrazo adecuado, también iría a lo de Pitol. Sin nada en el estómago, Carolina y yo decidimos que lo mejor era quedarnos en la librería, faltaba media hora para que el evento iniciara. Estando a las afueras de la librería, nos percatamos que Pitol también iba llegando, hermosa coincidencia, esperamos ahí para poder saludarlo, después de hacerlo entramos a la Rosario Castellanos para descansar y calmar un poco el hambre en la cafetería y ahí estaba sentado Daniel Sada, otro viejo conocido.
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Satisfecha el hambre de Carolina y faltando unos cinco minutos para el inicio del evento, fuimos al lugar destinado para la presentación del libro de Sergio Pitol, casi a la entrada otro viejo amigo aparecía: Jorge Volpi, quien venía acompañado de otra amiga: Paola Tinoco. Entramos al lugar y estaba al tope, por suerte nos percatamos de que existían dos lugares al frente y tomamos plaza. Mejor lugar nunca. El evento empezó a la hora anunciada, Enrigue y Volpi acompañarían a Pitol, Villoro se había quedado atorado en alguna parte de la ciudad, razón por la cual mandó a un representante a leer su texto. Hecha la presentación protocolaria, habló en primer lugar Sergio Pitol para decirnos: “Fui amigo de Carlos Monsiváis más de cincuenta y cinco años. Le dediqué el primer cuento que escribí: “Victorio Ferri cuenta un cuento”. Durante cinco o seis años, Monsi, Pacheco y yo fuimos grandes amigos. Hablamos sin tregua de literatura, vimos cientos de películas en un cine club, también al teatro, exposiciones, conciertos y a marchas en la calle. La última parte de éste libro…hay una conversación entre Carlos y yo, que muestra la complicidad y donde se advierte que fui un discípulo en los campos de las letras, la moral y la política. Este es mi último libro y el final de mi obra”. Palabras que conmovieron a todos los que estábamos ahí presentes: uno de los mejores escritores estaba anunciado su retiro. Todos aplaudimos de pie, casi por cinco minutos, quizá más… Sergio se puso de pie para aplaudirnos y desde su distancia, nunca tan cercana, brindarnos un abrazo que venía acompañado de una mirada triste, conmovida y apunto del llanto. Y sí, quizá en el fondo, todos los que fuimos a dicho evento sabíamos que ese era el verdadero motivo de querer estar ahí. Porque ahí estaban Mario Bellatin, Margo Glantz, Anamari Gomís, José de la Colina, Javier Aranda Luna, Ignacio Padilla, Eloy Urroz, Daniel Sada y otros allegados a Sergio Pitol. Todos amigos, pero sobre todo lectores de Sergio Pitol. Luego vinieron los discursos de Enrigue, Volpi y Villoro, todos ellos conmemorativos, precisos y antologadores. Textos que en su contenido agradecían su obra, su amistad y su existencia; palabras que le pedían no cumplir sus palabras, porque nunca se está preparado para las despedidas. Pero Sergio, como un padre literario, como un amigo de sus lectores, ha optado por prepararnos, dejando en nuestras manos un bello libro.
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Al término de la presentación, vino el coktail y la firma de libros, donde Pitol con suma paciencia y cariño atendió a cada uno de sus lectores.
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Y la pregunta es: ¿Qué espera la BUAP para otorgarle el Honoris Causa a Sergio Pitol?, porque aunque a Pitol no le hace falta, a la BUAP sí y a Puebla también, pues a pesar de que él se dice más habitante de Xalapa que de Puebla, el nació aquí y seguimos en deuda con él.

7 de julio de 2010

"Carolina y el DF- Parte I"-(Columna "El Guardián del diván"-Diario “El Columnista”-07/07/10)

A Carolina, por ser la Kurá de mi mundo.
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Caminar por otra ciudad que no es la natal, andar como si nada, con singular familiaridad. Dominar al monstruo. Enfrentarlo. Siempre al lado Carolina –la de serenos ojos y palabras de bisturí-, que me entrega su confianza y se anima a caminar por esa gran ciudad: el Distrito Federal, por todos temida, aborrecida e indeseada. Mientras que para mí, es la ciudad anhelada y perfecta. Prefiero el anonimato citadino que otorga la región más transparente del aire a la hipocresía citadina y acomodaticia de la levítica ciudad de los ángeles y el Chelis.
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Recorrer el Distrito Federal es transitar por dos ciudades al mismo tiempo, la exterior: aquella que vemos a diario y dejamos de admirar, porque no se tiene tiempo para la contemplación, sin embargo esa ciudad tan despreciada por la vista, es la que siempre aloja los pasos, los sueños, las horas de trabajo, las horas de comida y las horas de ocio de cada uno de los habitantes; y la subterránea: aquella en la que cada caminante suele refugiarse para evitar la pesadez del mundo que arriba continua a otro ritmo, abajo se anda con prisa, porque así como se entra, se quiere salir. Quizá por saber que ese acto es un preludio de nuestro final: permanecer bajo tierra.
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El viaje emprendido a esta ciudad tenía muchos motivos intrínsecos: culturales, literarios, sentimentales, familiares y motivacionales. Necesitaba respirar un poco de libertad; cimentar mi relación con Carolina y condimentarla con experiencias únicas y nuevas; reencontrarme con la escritura que hace rato me tiene abandonado; vitaminarme con la ansiedad de una ciudad enorme, para poder tolerar la tranquilidad y aburrimiento de otra como lo es Puebla; hacer a un lado el apellido Pérez que se ha vuelto asfixiante y decepcionante, para respirar el Godínez, que con todo y sus desavenencias, sigue siendo la mejor opción para recuperar la vida, entre otras cosas.
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La primera parada destacada que realicé con Carolina fue en la Casa Azul de Frida Kahlo. Un lugar hermoso e impresionante. Observar algunas de sus obras, los lugares donde dormían, comían y desde luego, pintaban. Contemplar la silla de ruedas, sus pínceles, sus libros y demás pertenencias lograban que uno se imaginara cómo fue su vida, sus alegrías, sus tormentos, sus dolores y entonces, sí, sentir con mayor profundidad cada una de las pinturas creadas por Frida. Pinturas que se encarnaban y me enfriaban. Pinturas que me eran descritas por mi Carolina, que de un momento a otro lloraba de emoción, porque estaba ahí, el lugar, la estancia de Frida Kahlo, donde su pintora admirada había vivido, sentido y creado. Yo también quería estar ahí y no hubo mejor ocasión, ni mejor compañía que la de mi Carolina. Frida nunca vio al sufrimiento como algo indeseable, sino como parte de la vida, quizá indispensable. Frida no sería lo que hoy es, sin esa visión que le otorgó la pérdida de su pierna.
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¿Cuántos no andamos por la vida mutilados? Muchos, empero son pocos, por no decir escasos los que han podido hacer de esa mutilación un motivo para la creación, sin convertir al arte en un panfleto sentimentalista. Y ¿cuántos hemos sido capaces de plasmar con tal exactitud el dolor humano? Casi ninguno y probablemente la única persona se llama Frida Kahlo.